Cuento
- Luz América Bertheau Mejía
- 6 may 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 7 may 2019
Carlos se encontraba durmiendo en su cuarto y su cabeza se encontraba debajo de la almohada. La frescura de las sábanas se reflejaba en su alegre rostro. Sus pies colgaban fuera de la cama, ayudándole a refrescar su cuerpo ante el caluroso verano de ese viernes trece de enero. La Luna se había escondido temprano y la oscuridad reinaba en la noche.
A las 2:05 de la mañana, una voz, que parecía salir de las paredes, lo llamó por su nombre:
—¡Carlos! ¡Carlos! —Gritó varias veces.
Con los párpados pegados y con esa sensación de no poder abrir los ojos, como cuando uno quiere despertarse antes de tiempo, Carlos intentó averiguar, sin éxito, quién lo llamaba y de dónde provenía aquella voz apenas conocida, ligeramente perceptible.
Carlos meditó sobre su silla, queriendo encender la lámpara, pero lo único que consiguió fue tirar al piso un rollo de papeles, su celular, un llavero y un vaso de vidrio vacío; cosas que había dejado allí antes de acostarse. Por suerte, la alfombra amortiguó la caída y evito una tragedia.
Viendo que no lograba nada, Carlos desistió en su intento. Intrigado, y un poco molesto, optó por responder a quien le hablaba:
—¿Quién anda ahí? ¿Papá, eres tú? ¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?
La voz no se hizo esperar:
—¡Carlos! ¡Soy yo! Tu hermano, Juan.
—¡Juan! Pero… ¡si tú estás muerto! ¿Estoy soñando todavía? ¿O es alguna clase de broma? ¡No estoy para eso a estas horas de la madrugada! ¿Qué hora es a todo esto?
—Son casi las 2:10 —le respondió quien decía ser su hermano—. Y no es una broma, soy yo, Juan. He venido a prevenirte.
—¡Prevenirme? ¿De qué?
Carlos, por fin despierto, buscó de nuevo; encontró tirada la lámpara y la encendió. Miró hacia todos lados. No había nadie más que él en ese cuarto. Así y todo, la voz seguía hablándole desde detrás de las paredes.
—No tengo tiempo para demasiadas explicaciones —le dijo el supuesto Juan—. Estás en peligro. Necesito que vayas al cementerio donde estoy enterrado, que abras mi tumba y que quites de mi el objeto que el cura puso entre mis brazos.
Carlos no terminaba de convencerse, por lo que le respondió:
—¿Eres consciente de lo que me estás pidiendo? Es imposible, no podré hacerlo.
—No tienes que preocuparte por eso. La tierra está blanda, no te llevará mucho tiempo. Toma las herramientas de papá: un pico y una pala. Con eso debería ser suficiente. Pero, por favor, ¡apúrate!
—…voy a tratar. Aunque todavía no entiendo qué sucede. ¿Cómo puedo saber que eres tú?
—¿Recuerdas las travesuras que hacíamos de niños? ¿Como esa vez que le rompimos la ventana a la vecina y dijimos que habían sido los otros vecinos, para que no nos regañaran? ¿O cuando nos tiramos al lago, y casi te ahogaste? Por poco y dejabas de respirar. Me asusté mucho. ¿Te acuerdas, Carlos?
—Es verdad —recordó Juan—. Nunca le contamos a nadie. Está bien, haré lo que me dices, aunque no deja de darme un poco de miedo todo esto. ¿Me dirás luego que rayos está pasando?
—Lo haré. Pero primero, ven cuanto antes al cementerio. Si no, podría ser muy tarde…
Con miedo, pero convencido de lo que iba a hacer, Carlos se dirigió al coche de su padre, puso las herramientas en el carro y se fue al cementerio en donde se encontraba su hermano enterrado.
El lugar le provocaba escalofríos, así que entró lo más rápido posible al lugar, dejó estacionado el carro enfrente de la tumba que conocía perfectamente, y comenzó a cavar. Y en efecto, la tierra estaba blanda.
Como a eso de las cinco de la mañana, se topó con el cajón. Quitó la tierra que se encontraba en las orillas, abrió el ataúd y se encontró con su hermano, el cual se encontraba igual que la vez que lo vio en la funeraria pero más esquelético y con un olor horrible pero eso no era lo que más le preocupaba.
Le quitó lo más rápido la cruz de plata que tenía Juan en sus manos. Soltó un gran suspiro y se derrumbó en el piso. Volvió a observar a su hermano y se dio cuenta que su pelo, uñas y barba habían crecido. El muerto se levantó con dificultad, -¡Gracias!- sonrió, y abrazó a Juan con todas sus fuerzas, como si tratara de asfixiarlo. Carlos trató de safarce, pero le era imposible. Su corazón palpitaba velozmente y su sudor caía por sus mejillas, sintió unos cosquilleos en la espalda y al observar a su hermano al cuello, notó que los gusanos provenían de un orificio. Trató y trató pero le era imposible quitárselo de encima, sentía que le estaba dando un infarto; o tal vez si le estaba dando uno, pero no importa pues su cuerpo fue casi unido con el de su hermano, se cerró solo el ataúd y se selló por completo la tierra. Sus cuerpos fueron tragadas hacia las profundidades de la eterno, de la muerte sin retorno.
Te recomiendo no escuchar lo que te digan tus paredes...
Género: Terror, suspenso

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